Conocí a Maguita hace muchísimos años. Fue la primera persona que conocí en el Opus Dei. Me llamó la atención su alegría, su risa espontanea, su sencillez; pero lo que más recuerdo de ella fue su generosidad. Su casa limitaba con un Club de Formación de niñas y todas la conocían como la Tía Maguita.
Ella estaba constantemente disponible, dándoles facilidades en su casa a las niñas del Club Altea, para sus clases de pintura de tela y artesanía en barro que muchas veces terminaban en un gran desorden, pero ahí estaba Maguita tolerante, amorosa y además invitándoles galletas y jugo.
No se limitaba a dar atención a las niñas, sino que también recibía a los padres, con amabilidad y siempre sonriente. Una mujer buena que daba ejemplo en todo lo que hacía, sin darse cuenta de la estela de amor que dejaba. La vi sufrir mucho con la muerte de su hijo Rodrigo, pero nunca la oí decir nada negativo de los causantes de esta pérdida.
Trabajadora, honesta y maternal con los niños del nido donde laboraba intensamente, preocupada por sus profesoras y atenta con los padres de familia. Comunicativa y comprensiva, una verdadera amiga con la palabra y el consejo oportuno para los demás.
Cuando se le diagnosticó la enfermedad que se la llevó, la vi serena, sonriente, aceptando lo que venía y luego en su casa con la sonrisa de siempre que transmitía paz y serenidad. Maguita vivió como una verdadera hija de Dios y le entregó su alma porque ya antes le había entregado su corazón.