Ordenaciones diaconales (febrero 2010)

Homilía del Prelado del Opus Dei en la ceremonia de diaconado de dos fieles del Opus Dei. La celebración tuvo lugar en la parroquia de San Josemaría (Roma).

1. Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos Josep Maria y Mario, que os preparáis a recibir la ordenación diaconal.

Mientras agradecemos al Cielo esta ordenación diaconal, consideramos con serenidad y alegre esperanza que, como todos los años en el comienzo de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a iniciar un itinerario de conversión, de unión más profunda con Nuestro Señor. Éste es efectivamente el significado del tiempo litúrgico que acabamos de empezar. Es verdad que, como enseña San Josemaría Escrivá de Balaguer, «la conversión es cosa de un instante. —La santificación es obra de toda la vida»[1]. Por tanto, hemos de pensar que no es posible alcanzar la santidad si no se cultiva el deseo de convertirse de nuevo, día tras día, en cosas pequeñas pero concretas.

Me viene a la memoria que, como le gustaba decir al Papa Juan Pablo II, el conocimiento auténtico del Dios misericordioso y Padre nuestro es «una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo»[2]; hasta el punto de que los cristianos somos invitados a vivir in statu conversionis, convirtiéndonos constantemente a Él. «Es este estado —proseguía Juan Pablo II— el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris»[3], es decir, mientras caminamos hacia nuestra morada definitiva. Pero nunca hemos de dar un sentido negativo a esta invitación; al contrario: conversión es amar aún más a Dios, es acercarse a la fuente del amor.

La imagen de la peregrinación terrena está presente en toda la Cuaresma y, concretamente, en la liturgia de hoy. Hemos escuchado las palabras de Moisés al pueblo de Israel, antes de entrar en la tierra prometida, recordándoles la diversas vicisitudes que habían encontrado desde el momento del éxodo e incluso antes —las persecuciones por parte de sus dominadores, las dificultades del largo camino, las repetidas tentaciones de regresar a la tierra de la que habían salido y de recaer en la esclavitud—; el profeta les hace presente que en todas estas circunstancias habían recibido la ayuda del Señor. En particular, «gracias a la mediación de Moisés —comenta Benedicto XVI—, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los llamaba a convertirse en su pueblo santo»[4].

También en el nuevo Israel, en la Iglesia peregrina sobre la tierra, todos estamos llamados a la santidad. Contamos con todos los medios, predispuestos por nuestro Padre Dios, para alcanzar este objetivo. En primer lugar su gracia, y además la presencia de ministros sagrados que, en nombre de Jesucristo y con su autoridad, nos indican la senda de la verdad y, con la celebración de los sacramentos, nos obtienen las fuerzas que necesitamos.

Agradezcamos este don al Señor y supliquémosle que muchos hombres escuchen la llamada al sacerdocio ministerial. Aún faltan varios meses para la conclusión del Año sacerdotal convocado por el Papa, y podemos preguntarnos, con sinceridad, si la petición de santos y abundantes sacerdotes ha sido objeto continuamente de nuestras oraciones diarias.

2. El Evangelio del primer domingo de Cuaresma nos hace escuchar la narración de las tentaciones de Jesús. San Lucas recuerda que el Señor, después de haber recibido el Bautismo de Juan, regresó del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo (Lc 4, 1-2). A primera vista, podría asombrarnos el hecho de que el Hijo de Dios haya querido someterse a esta prueba. Los Padres de la Iglesia explican que lo hizo por nosotros, para que aprendamos a vencer al demonio y a superar las tentaciones.

Queridos hermanos y hermanas: unidos a Cristo por la fe y la caridad podemos vencer todas las dificultades, pruebas y tentaciones. En efecto, San Pablo enseña en la epístola a los Romanos: hermanos, ¿qué dice la Escritura? "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón". Se refiere a la palabra de la fe que predicamos. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás (Rm 10, 8-9).

La fe se alimenta con el estudio de la doctrina católica y se refuerza comunicándola a los demás. Formación personal y celo apostólico son las coordenadas de una existencia verdaderamente cristiana. Ésta es, en el fondo, la exhortación que nos dirige la Iglesia al comienzo de la Cuaresma. Recordad que en la oración colecta, vueltos hacia el Señor, hemos rezado así: que la celebración de esta Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, nos lleve a progresar en el conocimiento de Cristo y a testimoniarlo con una digna conducta de vida[5].

El itinerario cuaresmal será eficaz si se fundamenta, ante todo, en la base de un mejor conocimiento de las razones de nuestra fe. Para esto resulta muy útil leer con más profundidad el Catecismo de la Iglesia Católica o su Compendio. Dedicar un poco de tiempo a esta lectura podría constituir un buen propósito para las próximas semanas, y además nos ayudará a preparar mejor nuestras confesiones sacramentales.

Hablaba de una segunda coordenada del tiempo de Cuaresma: ocuparnos concretamente en la salvación de las almas. Esforcémonos por acrecentar nuestro afán apostólico, ayudando a los amigos, a los parientes, a los conocidos que tengan necesidad de acercarse a la fe o de frecuentar con mayor asiduidad los sacramentos. Podemos rezar más intensamente por ellos y ofrecer alguna pequeña mortificación; y podemos también, con la ayuda del Señor, provocar un diálogo que los impulse a recibir el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia, a frecuentar la Misa dominical, a plantearse la posibilidad de iniciar un camino formativo más completo, mediante la lectura de libros adecuados, el recurso a la dirección espiritual, e incluso la participación en los medios de formación espiritual que la Prelatura pone a disposición de todos, etc.

3. Me dirijo ahora, de modo especial, a los ordenandos diáconos. Comenzáis esta nueva fase de vuestra vida dentro del Año sacerdotal convocado por el Papa en recuerdo del Santo Cura de Ars, y pocos días después de haber comenzado un año mariano en la Prelatura del Opus Dei. Dedicando este tiempo a la Virgen, queremos dar gracias a Dios con motivo del octogésimo aniversario del inicio del trabajo apostólico de la Obra entre las mujeres. Os acompaña y os seguirá acompañando, ahora y en todo momento, la oración de vuestras familias, de los fieles de la Prelatura y de tantos Cooperadores y amigos que se unen a nosotros en esta celebración, que constituye una gran fiesta para la Iglesia santa.

Dentro de seis meses recibiréis el presbiterado; pero, desde ahora, con el diaconado, os convertís en ministros sagrados, destinados al servicio de la palabra, del altar y de la caridad, cooperando con el Obispo y los presbíteros en sus específicas funciones. En cierto modo, se aplican también a vosotros las palabras que San Josemaría escribía a propósito del sacerdocio, cuando recordaba que la ordenación «lleva a servir a Dios en un estado que no es, en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto. Pero —añadía— la vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera»[6].

En los próximos meses tendréis muchas ocasiones de predicar la Palabra de Dios, de administrar la Comunión, de exponer el Santísimo Sacramento para la adoración de los fieles. No olvidéis lo que nuestro Padre escribió: los sacerdotes —y lo mismo se puede decir de los diáconos— son «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado»[7]. Cuando se medita profundamente esta verdad —como recomendaba San Josemaría—, «en el activo silencio de la oración», no es posible considerar el sacerdocio como una pérdida, sino que se lo estima como una ganancia incalculable.

El Santo Padre ha recordado varias veces que «al sacerdote no se le pide ser experto en economía, en el arte de la construcción o en política». Los fieles esperan de los ministros sagrados «solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios»[8]. Dejando de lado la profesión que habéis ejercitado hasta ahora, seréis ministros de Cristo al cien por cien. Las horas de vuestras jornadas serán siempre pocas para cumplir vuestros nuevos deberes, que constituyen desde ahora la materia de vuestra santificación personal y el eje de vuestro celo apostólico.

Pidamos a la Virgen, Madre de la Iglesia, que obtenga abundantes gracias para el Papa, los Obispos y todos los ministros sagrados; dirijámosle esta plegaria especialmente en el tiempo que aún resta del Año sacerdotal. Esforcémonos todos, laicos y sacerdotes, por cultivar con amor el alma sacerdotal que está en nosotros por el Bautismo, para obtener —con la gracia de Dios— frutos de santidad y de apostolado, para el bien de la Iglesia. Así sea.

[1] San Josemaría, Camino, n. 285.

[2] Juan Pablo II, enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 13.

[3] Ibid.

[4] Benedicto XVI, Discurso en el Ángelus del primer domingo de Cuaresma, 5-III-2006.

[5] Misal Romano, Domingo I de Cuaresma, Colecta.

[6] San Josemaría, Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[7] Ibid. [8] Benedicto XVI, Discurso a los sacerdotes, 25-V-2006.