Ese corazón ha dejado de latir en la tierra, pero no ha dejado de amar

Reproducimos la homilía pronunciada por Monseñor Isidro Sala, en el funeral de Monseñor Enrique Pèlach, celebrado el pasado 21 de julio. “Ese corazón ha dejado de latir en la tierra, pero no ha dejado de amar, porque el Amor con mayúscula –ese amor con que amaba a Dios y a los hombres– no se acaba nunca. En el cielo, totalmente metido en Dios, nos amará con más perfección y eficacia”, afirmó Monseñor Sala.

Funerales de Monseñor Pèlach

Hace 48 horas que el Señor se ha llevado a Mons. Enrique. Se habrá presentado ante Dios con la humildad del siervo fiel y trabajador que ha hecho fructificar sus talentos: “Señor, tantos talentos me diste: esto es lo que he ganado.” Y le presentará a cada uno de estos jóvenes sacerdotes, cada una de estas religiosas, a cada uno de los que estamos aquí presentes, a los miembros de los grupos apostólicos,  y a todos los que hoy no han podido venir: todos los fieles esparcidos por las cuatro provincias de la diócesis, y  otros muchos por el mundo entero, almas que él ha ganado para  Cristo.  Y el Señor le habrá dicho: “Bien, siervo bueno y fiel... Pasa al banquete de tu Señor”.

Con la gracia de Dios ha sabido ser instrumento fiel en las manos de Dios. Algunas veces le hemos oído contar en la intimidad que, cuando le propusieron ser obispo, estaba muy inquieto y abatido. Se encontraba ante el Sagrario, solo, orando, y escuchó con fuerza una voz –quizá interior”– que le decía: “¡Tonto! Tú eres instrumento”. Miró a todas partes y no había nadie. Entendió que el Señor le hablaba. Desde ese instante, recuperó la paz, aceptó la voluntad de Dios, y se dedicó de lleno a ser un buen instrumento, un instrumento fiel en las manos de Dios. ¡Cuantos frutos han venido después!

Terminada su gran lucha, su larga agonía, puede decir como San Pablo: “He combatido el buen combate. He terminado mi carrera. He conservado  la fe. Ahora me espera la corona de gloria que no se marchita”  El combate de la fe. Precisamente en su escudo episcopal había escrito esas palabras: ARDEO NAM CREDO, que significa: “ardo, estoy ardiendo, porque  creo, porque tengo fe “.

Su corazón fuerte, grande, delicado y generoso ha dejado de latir, después de una larga agonía. Era la despedida silenciosa de un gran padre rodeado del cariño de sus hijos y  de sus hijas. Ese corazón ha dejado de latir en la tierra, pero no ha dejado de amar, porque el Amor con mayúscula –ese amor con que amaba a Dios y a los hombres– no se acaba nunca. En el cielo, totalmente metido en Dios, nos amará con más perfección y eficacia. Nos ama más y mejor.

Monseñor Enrique tomó posesión como obispo de Abancay, en esta misma catedral, un día como hoy –21 de julio– de 1968. Y en esta misma Iglesia, siempre rodeado del cariño de sus hijos– reposarán sus restos mortales, esperando la resurrección de la carne.

Monseñor Pèlach llega al Perú

Once años antes,  1957, desembarcaba en el puerto del Callao entre los cinco primeros sacerdotes que iban a misionar en la nueva prelaturas de Yauyos, recién creada, encomendada al Opus Dei, y cuyo primer prelado era Monseñor  Ignacio María de Orbegozo, de feliz memoria.

Horas y horas a caballo por la sierra de Yauyos y Huarochirí. Correrías apostólicas y misioneras: catequesis, confesiones, santa Misa, visitas a los enfermos y los pobres...Hijo de una familia muy cristiana –nueve hermanos, tres de sus hermanas son religiosas Franciscanas de María; una de ellas, la Madre Remei, aquí presente, trabaja más de 50 años en el Perú–.

Sintió de joven la vocación y vio interrumpidos sus estudios sacerdotales por la guerra civil española, en la que tuvo que participar como soldado.

Terminada la guerra, prosiguió sus estudios y fue ordenado sacerdote el día de Reyes de 1944. Desarrolló un amplio trabajo pastoral en su ciudad natal de Girona y en el seminario diocesano.

Cuando ampliaba estudios en Roma, conoció y trabó amistad con San Josemaría Escrivá de Balaguer, y fue el primero en pedir la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, recién fundada por San Josemaría como parte del Opus Dei. Y, al ser el primero, supo servir también a la Obra y abrir camino con su fidelidad. Aprendió a buscar con empeño la santidad en el ministerio de sacerdote y obispo. En el Opus Dei encontró el mejor lugar “para vivir y morir”.

Lo hemos dicho muchas, muchas veces, pero recordemos una vez más que de San Josemaría recibió, en tiempos difíciles,  el consejo y el estímulo para crear el seminario diocesano para la formación de sacerdotes de esta tierra, que tantos frutos ha dado. (Basta ver alrededor de este altar a estos jóvenes sacerdotes concelebrantes, que, de alguna manera, son su corona).

Como el Señor, “que se compadecía de las muchedumbres”, se compadecía él de las almas... y de los cuerpos. Puso gran empeño en dar doctrina. Fue una pasión, que le llevó a publicar catecismos y guías cristiana, de los que se publicaron cientos de miles de ejemplares en Perú y  también más allá de nuestras fronteras: en Cuba, Brasil, Japón, España y Portugal...

Esa “compasión de la muchedumbre” le llevó a fundar muchas obras sociales: El Asilo de Ancianos, ayudado por la Madre Celina, carmelita descalza de feliz recuerdo. Él mismo recogió con su camioneta a los mendigos que dormían en la calle... Para la atención de los leprosos (que  había entonces) y de los  enfermos más pobres,  creó el Centro Médico “Santa Teresa” – el cariño de sus médicos y enfermeras  y enfermeros le atendió hasta su último suspiro–. Fundó hogares para estudiantes –de chicos y de chicas–, postas médicas, etc.

Hasta después de los 80 años, se le veía hacer sus planos y encabezar su compañía de obreros para edificar y refaccionar,  en toda la geografía de la diócesis, templos, seminarios, conventos, y demás. Sólo que no se preocupó de sí mismo. La única casa que no quiso renovar fue la suya, el  viejo obispado,  y la única cama que no se compró nueva fue la suya...

Y todo lo supo vivir con el lema se san Josemaría: “Ocultarse y desaparecer: que sólo Jesús se luzca”. Sólo aspiró a vivir entre estos cerros y hacer todo el bien posible al pueblo que el Buen Pastor, a través del Santo Padre, le había confiado.

Su larga agonía y su muerte, después de un intenso mes de enfermedad, fue su última catequesis, su última lección. Hace dos años, el P. Doroteo, director de la revista “Luz y Vida”, lo entrevistaba así:

–“Monseñor, con al mayor respeto y con el cariño que le tenemos, quisiera que nos hable también de cómo se prepara para los momentos más decisivos de su vida: ¿Qué es la muerte?

Monseñor Enrique le contestó: “Llevo caminando hacia la muerte 88 años. De vez en cuando pienso más en mi muerte. Con paz y alegría me preparo para cuando Dios me llame. Sé que vendrá y no sé cuándo ni cómo, pero tengo la firme esperanza de que vendrá en el mejor momento: cuando Dios quiera. Esto me hace esperarla tranquilo y con ilusión. Es el paso necesario para ir al Cielo. Y yo quiero ir al Cielo y ver a Dios cara a cara y a mi Madre Santísima y todo lo demás.

Esperar en todo esto me ilusiona y me llena de esperanza. Confío plenamente en la misericordia infinita de mi Padre Dios.Sé que puede venir la muerte con sufrimiento, y esto me da algo de miedo, pero confío en la fortaleza que me dará el Señor, y así lo pido a la Virgen.

Desde cuando estudiaba Teología en el seminario, hice voto de dar a las almas del purgatorio todo lo que pudiere ayudarlas a salir del Purgatorio. Yo me quedé sin nada para mí. Sólo la indulgencia plenaria a la hora de la muerte, que espero me harán ganar las almas benditas. Así, con gran paz y confianza en Jesús y en la intercesión de María Santísima, sigo caminando hacia la muerte.

”Nosotros estamos reunidos en esta Eucaristía para pedir por su alma, para que el Señor lo purifique de todas sus faltas. Ojalá el Señor le haya concedido lo que su amigo y Padre San Josemaría llamaba “saltarse el Purgatorio a la torera”, esto es, estar ya totalmente purificado por los trabajos y los sufrimientos – la enfermedad que supo ofrecer tantas veces–, por su dolor de amor, de manera que ya no necesite purificarse en el  Purgatorio. En ese caso, nuestras oraciones de hoy y de estos días beneficiarán a otras muchas almas necesitadas. El era muy devoto de las almas del purgatorio.

Mientras tanto, nosotros cumplimos con el deber filial de pedir por su alma. Pero también damos gracias por los beneficios y gracias abundantes que el Señor le ha concedido en su vida.

Y tuvo defectos, no cabe duda, como todo ser humano; pero nunca pactó con los defectos y luchó constantemente por superarse, por arrepentirse, acudiendo cada semana al sacramento del Perdón. Pedía y aceptaba los consejos con humildad de niño.

En cuanto a mí..., doy gracias a Dios por haber tenido tan buen maestro. Tan pronto expiró tomé el anillo de sus dedos y me lo coloqué unos instantes, como queriendo pedirle al Señor “una partecita de su espíritu”.

Primero me envió como sacerdote misionero a Aimaraes, luego como párroco a San Jerónimo desde 1969 a 1986. Luego estuve a su lado aprendiendo a ser obispo, siguiendo sus consejos y ejemplo. He recibido su herencia espiritual y pastoral. Encontré la diócesis organizada con sentido eclesial: catequesis, evangelización, vocaciones sacerdotales, seminario; vocaciones a la vida consagrada...

Desde el 1 de Diciembre de 1992, en que el Santo Padre aceptó su renuncia, por edad, al gobierno de la diócesis, me sentí siempre acompañado de tan buen padre, hasta anteayer, que nos dejó físicamente…

Pero, en realidad no nos dejó. Su cuerpo esperará la resurrección en esta catedral con el cariño de todos y su alma estará con el Señor ayudándonos más desde arriba.

Es sábado, fiesta de la Virgen, a  quién él amó tanto, y le dedicó varios santuarios: Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de Guadalupe. ¡Cuánta devoción a nuestra Patrona, la Virgen de Cocharcas!

A Ella le decimos, como tantas veces: “A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Después de este destierro, muéstranos a Jesús”, como se lo habrás mostrado ya a tu siervo Enrique. “Oh Clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María”.